La ciudad virtual
Por Jesús Martín Barbero
(Publicado en Revista de Comunicación.
www.revistadecomunicacion.net)
La
ciudad ya no construye una identidad única. Se ha convertido en un escenario de
sentidos fragmentados, diversos, heteróclitos. Conviene recuperar una
perspectiva global del fenómeno porque está en la base de nuevas sensibilidades
y nuevos flujos de comunicación.
"Lo
propio de la ciudad es su avance voraz, su no reconocer fronteras, su olvido
sistemático de las tradiciones. Lo urbano es ahora el don de armonizar lo
opuesto, lo irreconciliable ,lo duro, lo frágil, lo marcado por las
generaciones, lo que en si mismo empieza y se consume"
Carlos Monsivais
La ciudad nos reta, tanto al
habitarla como al intentar pensarla. ¿Podemos aun pensar la ciudad como un todo
o estamos irremediablemente limitados a no percibir sino fragmentos, y a saltar
entre ellos sin otra pretensión que reunirlos en un juego de figuras sin
referente en la realidad?. A donde esa pregunta apunta es a la posibilidad de percibir
la ciudad como un asunto público o como mera sumatoria de intereses privados.
La adscripción del estudio de la ciudad a las teorías del caos, que celebran la
opacidad irreductible del hecho urbano, convergen hoy sintomáticamente con la
tendencia neoliberal a culpar del caos urbano a la maraña de reglamentaciones
del Estado, que estarían impidiendo a la ciudad darse su forma, esa que sólo
podrá encontrar cuando el mercado libere sus propias dinámicas, su mecanismos
naturales. Enfrentar esa convergencia nos está exigiendo asumir la experiencia
de des-orden y opacidad que hoy produce la ciudad, su resistencia a la mirada
monoteísta, pretendidamente omnicomprensiva, y la adopción de un pensamiento
nómada y plural, capaz de burlar los compartimentos de las disciplinas e
integrar dimensiones y perspectivas hasta ahora obstinadamente separadas.
Resulta entonces indispensable deslindar la posibilidad de una mirada de
conjunto a la ciudad, de su nostálgica complicidad con la idea de unidad o
identidad perdida, conducentes a un pesimismo culturalista que nos está
impidiendo comprender de qué están hechas las fracturas que la estallan. Pues
de lo que habla ese estallido es tanto de las renovadas formas de marginación y
exclusión social como de los nuevos modos de estar juntos desde los que los
ciudadanos experimentan la heterogénea trama sociocultural de la ciudad, la
enorme diversidad de estilos de vivir, de modos de habitar, de estructuras del
sentir y del narrar. Una trama cultural que desafía nuestras nociones de
cultura y de ciudad, los marcos de referencia y comprensión forjados sobre la
base de identidades nítidas, de arraigos fuertes y deslindes claros. Pues
nuestras ciudades son hoy el ambiguo, enigmático escenario de algo no
representable ni desde la diferencia excluyente y excluida de lo autóctono ni
desde la inclusión uniformante y disolvente de lo moderno.
Heterogeneidad simbólica e inabarcabilidad de
la ciudad, cuya expresión más cierta está en los cambios que atraviesan los
modos de experimentar la pertenencia al territorio y las formas de vivir la
identidad. Cambios que se hallan, si no determinados, al menos fuertemente
asociados a las transformaciones tecnoperceptivas de la comunicación, al
movimiento de desterritorialización e internacionalización de los mundos
simbólicos y al desplazamiento de fronteras entre tradiciones y modernidad,
entre lo local y lo global, entre cultura letrada y cultura audiovisual. En la
investigación sobre esos nuevos modos de estar juntos aparecen en primer plano
las transformaciones de la sensibilidad que producen los acelerados procesos de
modernización urbana y los escenarios de comunicación que, en sus
fragmentaciones y flujos, conexiones y redes, presenta la ciudad virtual.
Modernización
urbana y transformaciones de la sensibilidad
El historiador José Luis Romero fue el
primero en pensar la modernización de las ciudades latinoamericanas en su
especificidad antropológica, los cambios en los modos de estar y sentirse
juntos, la desarticulación de las formas tradicionales de cohesión y la
modificación estructural de las formas de socialidad: "Hubo una especie de
explosión de gente, en la que no se podía medir cuanto era mayor el número y
cuanta era mayor la decisión para conseguir que se contara con ellos y se los
oyera. Eran las ciudades que empezaban a masificarse. En rigor esa masa no
tenía un sistema coherente de actitudes ni un conjunto armonioso de normas.
Cada grupo tenía las suyas. La sociedad no poseía ya un estilo de vida sino
muchos modos de vida sin estilo"(1). La masa, marginal durante mucho
tiempo, invadía el centro de la ciudad y lo resignificaba imponiendo la ruptura
ostensible de las formas de "urbanidad", pues su sola presencia
implicaba un desafío radical al orden de las exclusiones y los privilegios ya
que su deseo más secreto era acceder a los bienes que representaba la ciudad. Y
al mismo tiempo la ciudad se transformaba con la aparición del "folklore
aluvial", la moderna cultura urbana, la del tango y el fútbol, hecha de
mestizajes e impurezas, de patetismo popular y arribismo burgués. Salida del
suburbio la cultura popular de masa le da forma al estallido de la ciudad.
Romero avirozó certeramente lo que la urbanización de las sociedades
latinoamericanas contenía de masificación estructural y de fragmentación
socio-cultural.
En Colombia los procesos de urbanización
revisten de entrada dos peculiaridades notorias: antes que a la modernización
industrial, política o cultural, aparecen ligados la Violencia (2) de fines de
los años 40 a mediados de los 60 que llevó a millones de campesinos a abandonar
sus tierras invadiendo las ciudades, obligándolas a reorganizarse de modo
compulsivo, esto es sin el largo de tiempo y el mínimo de planificación que esa
reorganización requería; la segunda peculiaridad reside en que el éxodo rural
no se volcó sobre unas pocas grandes ciudades -Bogotá, Cali, Medellín-,como ha
sucedido con las migraciones en la mayoría de América Latina, sino que afectó
también a una multiplicidad de ciudades intermedias, como Bucaramanga, Pereira
o Neiva, e incluso a ciudades que no pasaban de los 20.000 habitantes (3). Sólo
desde mediados de los años sesenta la urbanización responde a una modernización
industrial y al inicio de una transformación general de las condiciones de vida
y de las costumbres tradicionales. Transformación que tendrá para Colombia
también un significado especial: instalado en un persistente aislamiento, en un
"ensimismamiento interiorizado"(5) el país inicia por esos años un
proceso de internacionalización que le permite ampliar tanto la visión del
mundo como de sí mismo, cuestionar lo que durante muchos años creyó
inmodificable y rehacer la percepción de su propia identidad. Todo lo anterior
está exigiendo diferenciar la aparición del modernismo arquitectónico, que los
historiadores sitúan a mediados de los años 305, de los procesos de
modernización de la vida urbana. Diferenciación que evidencia una lacerante
asimetría, denunciada así por unos arquitectos italianos visitantes de Bogotá :
"Cómo pueden ustedes construir una ciudad tan pobre en términos de calidad
de vida, con tan precario entorno urbano, alrededor de una arquitectura de tan
buena calidad estética?"(6). Nos referimos entonces a los procesos que
están transformando la configuración de la ciudad: la explosión espacial que
borra sus fronteras con los municipios aledaños, formando conurbaciones
gigantescas al rededor de las grandes ciudades, la diversificación de
propuestas de habitat -condominios multifamilares cerrados, enormes edificios
de apartamentos, micro-ciudades insertadas y a la vez segregadas por la
privatización de las calles que le dan acceso- deshaciendo y rehaciendo las
formas de socialidad, transformando el sentido del barrio o la función de los
espacios públicos; la estandarización de los usos de la calle, de los lugares
de espectáculos, del comercio, del deporte; la destrucción o resignificación
del centro y de territorios y lugares claves para la memoria ciudadana. Si de
un lado, urbanización significa acceso a los servicios (agua potable, energía,
salud, educación), descomposición de las relaciones patriarcales, y cierta
visibilidad y legitimación de las culturas populares, de otro significa tambien
desarraigo y crecimeinto de la marginación, la radical separación entre trabajo
y vida, y la pérdida constante de memoria urbana.
Como en el resto de América Latina, el
proceso modernizador de la urbanización en Colombia(7) responde a tres tipos de
dinámicas bien diversas pero complementarias. Una, el deseo y la presión de las
mayorías por conseguir mejores condiciones de vida, esto es las nuevas
aspiraciones y demandas que emergen desde mediados de los años setenta con los
nuevos movimientos sociales, como los paros cívicos, a partir de los cuales se
construyen alternativas de convocación y aglutinación de los sectores
populares, o de los movimientos feministas que dan forma a la autonomía
conquistada por las mujeres, y de las organizaciones no gubernamentales que
configuran nuevos modos de acción política y de participación ciudadana. Dos,
la cultura del consumo que nos llega de los países centrales, revolucionando
los modelos de comportamiento y los estilos de vida, desde las costumbres
alimenticias a las modas vestimentarias, los modos de divertirse, las maneras
de ascenso y lo signos sociales de status. El impulso de esa cultura se halla
en la modernidad-mundo que produce el acelerado y ambiguo proceso de
globalización de la economía y la cultura. Y tres, las nuevas tecnologías
comunicacionales que presionan hacia una sociedad más abierta e interconectada,
que agilizan los flujos de información y las transacciones internacionales, que
revolucionan las condiciones de producción y de acceso al saber, pero al mismo
tiempo borran memorias, trastornan el sentido del tiempo, la percepción el
espacio amenazando las identidades, pues en ellas cobran figura los imaginarios
en que se plasman los nuevos sentidos que en su heterogeneidad hoy cobra tanto
lo local como los modos de pertenencia y reconocimiento que hacen la identidad
nacional. Dos ámbitos aparecen especialmente reveladores de los cambios
producidos por el proceso urbanizador: el mundo popular y el de los jóvenes. El
mundo popular se inserta en la dinámica urbana a través de las transformaciones
de la vida laboral, de la identificación de las ofertas culturales con los
medios masivos y del progreso con los servicios públicos, de la resistencia al
cambio desde su incierta relación con el Estado y su distancia del desarrollo
tecnológico, la persistencia de elementos que vienen de la cultura oral y del mantenimiento
de las formas populares de trasmisión del saber, la refuncionalización del
machismo como clave de supervivencia y los usos "prácticos" de la
religión.
Retomando a E.P.Thompson(8) podemos hablar de
la memoria de una "economía moral" que desde el mundo popular
atraviesa la modernización y se hace visible en un sentido de la fiesta que, de
la celebración familiar del bautismo o la muerte al festival del barrio,
integra sabores culturales y saberes de clase, transacciones con la industria
cultural y afirmaciones étnicas. O esa otra vivencia del trabajo, que subyace a
la llamada "economía informal" en la que se revuelve el rebusque como
estrategia de supervivencia marginal, incentivada o consentida desde la propia
política económica neoliberal, con lo que en los sectores populares aun queda
de rechazo a una organización del trabajo incompatible con cierta percepción
del tiempo, cierto sentido de la libertad y del valor de lo familiar, economía
otra que habla de que no todo destiempo por relación a la modernidad es pura
anacronía, puede ser también residuo(9) no integrado de una aun empecinada
utopía. O el chisme y el chiste, en muchos casos modo de comunicación que
vehiculiza contrainformación, a un mismo tiempo vulnerable a las manipulaciones
massmediáticas y manifestación de las potencialidades de la cultura oral(10).
También el centro de nuestras ciudades es con frecuencia un lugar popular de
choques y negociaciones culturales "entre el tiempo homogéneo y monótono
de la modernidad y el de otros calendarios, los estacionales, los de las
cosechas, los religiosos"(11). En el centro se pueden descubrir los
tiempos de las cosechas de las frutas, mientras los velones, los ramos o las
estampas anuncian la semana santa, el mes de los difuntos o las fiestas de los
santos patronos. Mirando desde el otro lado, desde la configuración de los
gustos y los imaginarios populares, la telenovela colombiana(10ª) a lo largo de
los últimos casi veinte años ha dibujado un mapa bien diferente de aquel al que
nos tiene acostumbrados la retórica desarrollista: un mapa expresivo de las
discontinuidades y los destiempos, como también de las secretas vecindades e
intercambios entre modernidad y tradiciones, entre el país urbano y país rural.
Es un mapa con poblaciones a medio camino entre el pueblo campesino y el barrio
citadino, con pueblos donde las relaciones sociales ya no tienen la estabilidad
ni la transparencia -la elementalidad- de lo rural, y con barrios que son el
ámbito donde sobreviven entremezcladas relaciones verticales y autoritarismos
feudales con la horizontalidad tejida en el rebusque y la informalidad urbanos.
Los pueblos muestran su agotamiento demográfico, y la centralidad que aun ocupa
la religión, pero al mismo tiempo aparecen las transformaciones que introduce
la energía eléctrica, el teléfono, el cine, el tractor, la motocicleta, la
radio, el agua corriente, la televisión, el biorritmo: cambios que no afectan
sólo al ámbito del trabajo o la vivienda sino a la subjetividad, la
afectividad, la sensualidad. Por su parte el suburbio -nuestros desmesurados
barrios de invasión, como Agua Blanca en Cali, las comunas nororientales en
Medellín o Ciudad Bolívar en Bogotá- aparecen como lugar estratégico del
reciclaje cultural: entre la complicidad que permite sacar partida de los
vicios de los ricos, y la resistencia que guarda residuos de solidaridades y
generosidades a toda prueba, vemos formarse una trama de intercambios y
exclusiones que, aun en el esquematismo de esos relatos, habla del mestizaje
entre la violencia que se sufre y aquella otra con la que se resiste, y de las
transacciones morales sin las cuales resulta imposible sobrevivir en la ciudad.
En la trama que tejen esos intercambios se
hace visible la imposibilidad de seguir pensando por separado los procesos de
la modernización industrial y tecnológica de las dinámicas culturales de la
modernidad. Cuestionando certeramente ese dualismo F.Giraldo y H.F.Lopez
plantean: "El marginado que habita en los grandes centros urbanos de
Colombia, y que en algunas ciudades ha asumido la figura del sicario, no es
sólo la expresión del atraso, la pobreza o el desempleo, la ausencia de la
acción del Estado en su lugar de residencia y de una cultura que hunde sus
raíces en la religión católica y en la violencia política. También es el
reflejo, acaso de manera más protuberante, del hedonismo y el consumo, la
cultura de la imagen, la drogadicción, en una palabra de la colonización del
mundo de la vida por la modernidad"(12). La comprensión de nuestra
modernidad periférica está exigiendo pensar juntos la innovación y la
resistencia, las continuidades y las rupturas, el desfase en el ritmo de las
diferentes dimensiones del cambio y las contradicciones no sólo entre
diferentes ámbitos -tecnológico, político, social- sino entre diversos planos
de un mismo ámbito. Hablar en estos países de pseudomodernidad, u oponer
modernidad a modernización, resulta a ratos sugerente y pedagógicamente cómodo,
pero acaba legitimando la visión de estos pueblos como meros reproductores y
deformadores de la verdadera modernidad que los países del centro construyeron.
Impidiéndonos así comprender la especificidad de los procesos, la peculiaridad
de los ritmos y la densidad de mestizajes y destiempos en que se produce
nuestra modernidad. No resulta extraño que, ante los tabiques que erigen las
demarcaciones trazadas por las disciplinas, sus prestigios académicos y sus
inercias políticas, sean intelectuales o artistas no adscribibles a esas
demarcaciones, los que mejor perciban y expresen las hibridaciones del mundo
popular urbano: "En nuestra barriadas populares tenemos camadas enteras de
jóvenes, incluso adultos, cuyas cabezas dan cabida a la magia y la hechicería,
a las culpas cristianas y a su intolerancia piadosa, lo mismo que al mesianismo
y al dogma estrecho e hirsuto, a utópicos sueños de igualdad y libertad,
indiscutibles y legítimos, así como a sensaciones de vacío, ausencia de
ideologías totalizadoras, fragmentación de la vida y tiranía la imagen fugaz y
al sonido musical cómo único lenguaje de fondo"(13)
En lo que concierne al mundo de los jóvenes,
a donde apuntan los cambios es a la emergencia de sensibilidades
"desligadas de las figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que
definen 'la cultura' y cuyos sujetos se constituyen a partir de la
conexión/desconexión con los aparatos"(14). Lo que se evidencia en una
"plasticidad neuronal" que les dota de una gran facilidad para los
idiomas de la tecnología. Esa empatía de los jóvenes con la cultura tecnológica
va de la información absorbida por el adolescente en su relación con la
televisión -que erosiona seriamente la autoridad de la escuela como única
instancia legítima de transmisión de saberes- a la facilidad para entrar y
manejarse en la complejidad de las redes informáticas. Frente a la distancia y
prevención con que gran parte de los adultos resienten y resisten esa nueva
cultura -que desvaloriza y vuelve obsoletos muchos de sus saberes y destrezas,
y a la que de su parte responsabilizan de la decadencia de los valores
intelectuales y morales que padece hoy la sociedad- los jóvenes experimentan
una empatía hecha no sólo de facilidad para relacionarse con las tecnologías
audiovisuales e informáticas, sino de complicidad expresiva: es en sus relatos
e imágenes, en sus sonoridades, fragmentaciones y velocidades que ellos
encuentran su idioma y su ritmo. Pues frente a las culturas letradas, ligadas a
la lengua y al territorio, las electrónicas, audiovisuales, musicales, rebasan
esa adscripción produciendo comunidades hermenéuticas que responden a nuevos
modos de percibir y narrar la identidad. Identidades de temporalidades menos
largas, más precarias pero también más flexibles, capaces de amalgamar y
convivir ingredientes de universos culturales muy diversos. Cuya mejor
expresión quizás sea el rock en español: idioma en que se dice la más profunda
brecha generacional y algunas de las transformaciones más de fondo que esta
sufriendo la cultura política. Ligado inicialmente a un sentimiento pacifista
-grupos Génesis y Banda Nuva- ese rock se asocia en los últimos años a la
experiencia urbana de las pandillas juveniles en los barrios de clase
media-baja en Medellín y clase media-alta en Bogotá, convierténdose en vehículo
de una conciencia dura de la descomposición del país, de la presencia cotidiana
de la muerte en las calles, de la sin salida laboral, la desazón moral y la
exasperación de la agresividad y lo macabro. Desde la estridencia sonora del
Heavy Metal a los nombres de los grupos -Féretro, La pestilencia, Kraken-
pasando por las estrategias que le impone el mercado del disco, de la radio o
de la escenografía tecnológica de los conciertos, ese rock hace audibles
sonoridades que vienen de las culturas regionales y sensibilidades que recogen
los ruidos y los sones de nuestras ciudades, la soledad hostil y el desarraigo.
Modelo
informacional y experiencia social
Más allá de lo que revelan esos dos ámbitos,
la modernización urbana se identifica cada día más estrechamente -tanto en la
hegemónica racionalidad que inspira la planificación de los urbanistas como en
la contradictoria experiencia de los ciudadanos o en la resistencia que oponen
los movimientos sociales-, con el paradigma de comunicación desde el que esta
siendo regulado el caos urbano. Se trata de un paradigma informacional(15),
centrado sobre el concepto de flujo, entendido como tráfico ininterrumpido, interconexión
transparente y circulación constante de vehículos, personas e informaciones. La
verdadera preocupación de los urbanistas no será por tanto que los ciudadanos
se encuentren sino que circulen, porque ya no se les quiere reunidos sino
conectados. De ahí que no se construyan plazas ni se permitan recovecos, y lo
que ahí se pierda poco importa, pues en la "sociedad de la
información" lo que interesa es la ganancia en la velocidad de
circulación. En qué maneras experimenta el ciudadano la ambigua modernización
que, bajo el paradigma del flujo, viven nuestras ciudades, sus formas de
habitarla, de padecerla y resistirla?. Esquemáticamente describiremos tres: la
des-espacialización, el des-centramiento, y la des-urbanización.
Des-espacialización significa en primer lugar que el espacio urbano no cuenta
sino en cuanto valor asociado al precio del suelo y a su inscripción en los
movimientos del flujo vehicular: "es la transformación de los lugares en
espacios de flujos y canales, lo que equivale a una producción y un consumo sin
localización alguna"(16). La materialidad histórica de la ciudad en su
conjunto sufre así una fuerte devaluación, su "cuerpo-espacio" pierde
peso en función del nuevo valor que adquiere su tiempo, "el régimen general
de la velocidad"17. No es difícil ver aquí la conexión que enlaza esa
descorporización de la ciudad con el cada día más denso flujo de las imágenes
devaluando y hasta sustituyendo el intercambio de experiencias entre las
gentes. Asumiéndolo como una mutación cultural de largo alcance G. Vattimo lo
asocia al "debilitamiento de lo real"(18) que experimenta el
desarraigado hombre urbano en la fabulación que produce la constante mediación
y entrecruce de informaciones y de imágenes. Pero el desarraigo urbano remite,
por debajo de ese bosque de imágenes, a otra cara de la des-espacialización: a
la borradura de la memoria que produce una urbanización racionalizadamente
salvaje. El flujo tecnológico, convertido en coartada de otros más interesados
flujos, devalúa la memoria cultural hasta justificar su arrasamiento. Y sin
referentes a los que asir su reconocimiento los ciudadanos sienten una
inseguridad mucho más honda que la que viene de la agresión directa de los
delincuentes, una inseguridad que es angustia cultural y pauperización
psíquica, la fuente más secreta y cierta de la agresividad de todos.
Con des-centramiento de la ciudad señalamos
no la tan manoseada descentralización sino la "perdida de centro".
Pues no se trata sólo de la degradación sufrida por los centros históricos y su
recuperación "para turistas" (o bohemios, intelectuales, etc.) sino
de la propuesta de una ciudad configurada a partir de circuitos conectados en
redes cuya topología supone la equivalencia de todos los lugares. Y con ello,
la supresión o desvalorización de aquellos lugares que hacían función de
centro, como las plazas. El descentramiento que estamos describiendo apunta
justamente a un ordenamiento que privilegia las avenidas rectas y diagonales,
en su capacidad de operativizar enlaces, conexiones de flujos versus la
intensidad del encuentro y la peligrosidad de la aglomeración que posibilitaba
la plaza. La única centralidad que admite la ciudad hoy es subterránea en el
sentido que le da M. Maffesoli(19) y que remite sin duda a la multiplicación de
los dispositivos de enlace del poder tematizada por Foucalt20. Nos quedan,
ahora en plural y en sentido "desfigurado", los centros comerciales
reordenando el sentido del encuentro entre las gentes, esto es
funcionalizándolo al espectáculo arquitectónico y escenográfico del comercio y
concentrando las actividades que la ciudad moderna separó: el trabajo y el
ocio, el mercado y la diversión, las modas elitistas y las magias populares.
Des-urbanización indica la reducción progresiva de la ciudad que es realmente
usada por los ciudadanos. El tamaño y la fragmentación conducen al desuso por
parte de la mayoría no sólo del centro sino de espacios públicos cargados de
significación durante mucho tiempo. La ciudad vivida y gozada por los
ciudadanos se estrecha, pierde sus usos21.Las gentes también trazan sus
circuitos, que atraviesan la ciudad sólo obligados por las rutas de tráfico, y
la bordean cuando pueden en un uso puramente funcional . Habría también otro
sentido para el proceso de desurbanización: el de la ruralización de nuestras
ciudades. A medio hacer como la urbanización física, la cultura de la mayoría
que las habita se halla a medio camino entre la cultura rural en que nacieron
ellos, sus padres o al menos sus abuelos- ya rota por las exigencias que impone
la ciudad, y los modos de vida plenamente urbanos. El aumento brutal de la
presión migratoria en los últimos años y la incapacidad de los gobiernos
municipales para frenar siquiera el deterioro de las condiciones de vida de la
mayoría, está haciendo emerger la "cultura del rebusque" que devuelve
vigencia a "viejas" formas de supervivencia rural, que vienen a
insertar, en los aprendizajes y apropiaciones de la modernidad urbana, saberes
y relatos, sentires y temporalidades fuertemente rurales(22).
Podemos seguir hablando entonces de Medellín,
de Bogotá o de Cali como de una ciudad?. Más allá de la folclorizada retórica
de los políticos, y la nostalgia de los periodistas "locales", que
nos recuerdan cotidianamente las costumbres y los lugares "propios":
qué comparten verdaderamente las gentes de los semirurales barrios de
Aguablanca, con los de Santa Teresita o San Fernando, con los de las nuevas
clases medias de Tequendama y con los viejos y nuevos ricos de Ciudad Jardín en
Cali? Serán el club de fútbol América y la música salsa?. En la ciudad
estallada y descentrada que convoca hoy las gentes a juntarse, qué imaginarios
hacen de aglutinante y en qué se apoyan los reconocimientos?(23). Es obvio que
los diversos sectores sociales no sienten la ciudad desde las misma referencias
materiales y simbólicas. Pero nos referimos a otro plano: a la heterogeneidad
de referentes identificatorios que propone, a la precariedad de los modos de
arraigo o de pertenencia, a la expansión estructural del anonimato y a las nuevas
formas de comunicación que la propia ciudad ahora produce.
Medios, flujos y
redes: los nuevos escenarios de comunicación
A lo que nos avoca la hegemonía del paradigma
informacional sobre la dinámica de lo urbano es al descubrimiento de que la
ciudad ya no es sólo un "espacio ocupado" o construido sino también
un espacio comunicacional que conecta entre sí sus diversos territorios y los
conecta con el mundo. Hay una estrecha simetría entre la expansión/estallido de
la ciudad y el crecimiento/densificación de los medios y las redes
electrónicas. Si las nuevas condiciones de vida en la ciudad exigen la
reinvención de lazos sociales y culturales, "son las redes audiovisuales
las que efectúan, desde su propia lógica, una nueva diagramación de los espacios
e intercambios urbanos"(24). En la ciudad diseminada e inabarcable sólo el
medio posibilita una experiencia-simulacro de la ciudad global: es en la
televisión donde la cámara del helicóptero nos permite acceder a una imagen de
la densidad del tráfico en las avenidas o de la vastedad y desolación de los
barrios de invasión, es en la TV o en la radio donde cotidianamente conectamos
con lo que en la ciudad "que vivimos" sucede y nos implica por mas
lejos que de ello estemos: de la masacre del Palacio de Justicia al contagio de
Sida en el banco de sangre de una clínica, del accidente de tráfico que tapona
la vía por la que debo llegar a mi trabajo a los avatares de la política que
hacen caer los valores en la bolsa. En la ciudad de los flujos comunicativos
cuentan más los procesos que las cosas, la ubicuidad e instantaneidad de la
información o de la decisión via telefono celular o fax desde el computador
personal, la facilidad y rapidez de los pagos o la adquisición de dinero por
tarjetas. La imbricación entre televisión e informática produce una alianza
entre velocidades audiovisuales e informacionales,entre innovaciones
tecnológicas y hábitos de consumo : "Un aire de familia vincula la
variedad de las pantallas que reúnen nuestras experiencias laborales, hogareñas
y lúdicas"(25) atravesando y reconfigurando las experiencias de la calle y
hasta las relaciones con nuestro cuerpo, un cuerpo sostenido cada vez menos en
su anatomía y más en sus extensiones o prótesis tecnomediáticas: la ciudad
informatizada no necesita cuerpos reunidos sino interconectados.
Ahora bien lo que constituye la fuerza y la
eficacia de la ciudad virtual, que entretejen los flujos informáticos y las
imágenes televisivas, no es el poder de las tecnologías en si mismas sino su
capacidad de acelerar -de amplificar y profundizar- tendencias estructurales de
nuestra sociedad. Como afirma F. Colombo "hay un evidente desnivel de
vitalidad entre el territorio real y el propuesto por los massmedia. La
posibilidad de desequilibrios no derivan del exceso de vitalidad de los media,
antes bien provienen de la débil, confusa y estancada relación entre los
ciudadanos del territorio real"(26). Es el desequilibrio urbano generado
por un tipo de urbanización irracional el que de alguna forma es compensado por
la eficacia comunicacional de las redes electrónicas. Pues en unas ciudades
cada día más extensas y desarticuladas, y en las que las instituciones
políticas "progresivamente separadas del tejido social de referencia, se
reducen a ser sujetos del evento espectacular lo mismo que otros"(27), la
radio y la televisión acaban siendo el dispositivo de comunicación capaz de
ofrecer formas de contrarrestar el aislamiento de las poblaciones marginadas
estableciendo vínculos culturales comunes a la mayoría de la población. Lo que
en Colombia se ha visto reforzado en los últimos años por una especial
complicidad entre medios y miedos. Tanto el atractivo como la incidencia de la
televisión sobre la vida cotidiana tiene menos que ver con lo que en ella pasa
que con lo que compele a las gentes a resguardarse en el espacio hogareño. Como
escribí en otra parte, en buena medida "si la televisión atrae es porque
la calle expulsa, es de lo miedos que viven los medios"28. Miedos que
provienen secretamente de la pérdida del sentido de pertenencia en unas
ciudades en las que la racionalidad formal y comercial ha ido acabando con el
paisaje en que se apoyaba la memoria colectiva, en las que al normalizar las
conductas, tanto como los edificios, se erosionan las identidades y esa erosión
acaba robándonos el piso cultural, arrojándonos al vacío. Miedos en fin que
provienen de un orden construido sobre la incertidumbre y la desconfianza que
nos produce el otro, cualquier otro -étnico, social, sexual- que se nos acerca
en la calle y es compulsivamente percibido como amenaza.
Al crecimiento de la inseguridad la ciudad
virtual responde expandiendo el anonimato que posibilita el no-lugar(29): ese
espacio en que los individuos son liberados de toda carga de identidad
interpeladora y exigidos únicamente de interacción con informaciones o textos.
Es lo que vive el comprador en el supermercado o el pasajero en el aeropuerto,
donde el texto informativo o publicitario lo va guiando de una punta a la otra
sin necesidad de intercambiar una palabra durante horas. Comparando las
prácticas de comunicación en los supermercados con las de las plazas populares
de mercado constatamos hace ya veinte años esa sustitución de la interacción
comunicativa por la textualidad informativa: "Vender o comprar en la plaza de mercado es
enredarse en una relación que exige hablar. Donde mientras el hombre vende, la
mujer a su lado amamanta al hijo, y si el comprador le deja, le contará lo malo
que fue el último parto. Es una comunicación que arranca de la expresividad del
espacio -junto al calendario de la mujer desnuda, una imagen de la virgen del
Carmen se codea con la del campeón de boxeo y una cruz de madera pintada en
purpurina sostiene una mata de sábila- a través de la cual el vendedor nos
habla de su vida, y llega hasta el regateo, que es posibilidad y exigencia de
diálogo. En contraste, usted puede hacer todas sus compras en el supermercado
sin hablar con nadie, sin ser interpelado por nadie, sin salir del narcisismo
especular que lo lleva de unos objetos a otros, de unas "marcas" a
otras. En el supermercado sólo hay la información que le transmite el empaque o
la publicidad"(30). Y lo mismo sucede en las autopistas. Mientras las
"viejas" carreteras atravesaban las poblaciones convirtiéndose en
calles, contagiando al viajero del "aire del lugar", de sus colores y
sus ritmos, la autopista, bordeando los centros urbanos, sólo se asoma a ellos
a través de los textos de las vallas que "hablan" de los productos
del lugar y de sus sitios de interés.
No puede entonces resultar extraño que las
nuevas formas de habitar la ciudad del anonimato, especialmente por las
generaciones que han nacido con esa ciudad, sea insertando en la homogenización
inevitable (del vestido, de la comida, de la vivienda) una pulsión profunda de
diferenciación que se expresa en las tribus31: esas grupalidades nuevas cuya
ligazón no proviene ni de un territorio fijo ni de un consenso racional y
duradero sino de la edad y del género, de los repertorios estéticos y los
gustos sexuales, de los estilos de vida y las exclusiones sociales. Parceros,
plásticos, traquetos, guabalosos o desechables son algunas denominaciones que
señalan la emergencia de diferentes grupalidades en Cali(32); plásticos,
boletas, gomelos, ñeros, nerds, alternativos son las denominaciones de las
grupalidades más frecuentes en Bogotá(33). Basadas en implicaciones emocionales
y en localizaciones nómadas esas tribus se entrelazan en redes ecológicas u
orientalistas que amalgaman referentes locales a símbolos vestimentarios o
lingüísticos desterritorializados, en un replanteamiento de las fronteras de lo
nacional no desde fuera, bajo la figura de la invasión, sino de adentro: en la
lenta erosión que saca a flote la arbitraria artificiosidad de unas
demarcaciones que han ido perdiendo capacidad de hacernos sentir juntos. Es lo
que nos descubren a lo largo de América Latina las investigaciones sobre las
tribus de la noche en Buenos Aires, sobre los chavos-banda en Guadalajara, o
sobre las bandas juveniles de las comunas nororientales de Medellín(34).
Enfrentando la masificada diseminación de sus anonimatos, y fuertemente
conectada a las redes de la cultura-mundo del audiovisual, la heterogeneidad de
las tribus urbanas nos descubre la radicalidad de las transformaciones que
atraviesa el nosotros, la profunda reconfiguración de la socialidad. Esa
reconfiguración encuentra su más decisivo escenario en la formación de un nuevo
sensorium: frente a la dispersión y la imagen múltiple que, segun W. Benjamin,
conectaban "las modificaciones del aparato perceptivo del transeúnte en el
tráfico de la gran urbe"(35) del tiempo de Baudelaire con la experiencia
del espectador de cine, los dispostivos que ahora conectan la estructura
comunicativa de la televisión con las claves que ordenan la nueva ciudad son
otros: la fragmentación y el flujo. Mientras el cine catalizaba la
"experiencia de la multitud", pues era en multitud que los ciudadanos
ejercían su derecho a la ciudad, lo que ahora cataliza la televisión es por el
contrario la "experiencia doméstica" y domesticada, pues es
"desde la casa" que la gente ejerce ahora cotidianamente su
participación en la ciudad.
Hablamos de fragmentación para referirnos no
a la forma del relato televisivo sino a la des-agregación social, a la
atomización que la privatización de la experiencia televisiva consagra.
Constituida en el centro de las rutinas que ritman lo cotidiano(36), en
dispositivo de aseguramiento de la identidad individual(37) y en terminal del
videotexto, la video compra, el correo electrónico y la teleconferencia(38), la
televisión convierte el espacio doméstico en territorio virtual: aquel al que,
como afirma Virilio, "todo llega sin que haya que partir". Lo que
resulta importante comprender entonces no es sólo el encerramiento, el repliegue
sobre la privacidad hogareña, sino la reconfiguración de las relaciones de lo
privado y lo público que ahí se produce, esto es la superposición entre ambos
espacios y el emborramiento de sus fronteras. Lo público gira hoy en torno a lo
privado no solamente en el plano económico sino en el político y el cultural. Y
recíprocamente estar en casa ya no significa ausentarse del mundo: "la
televisión es hoy día la representación más aproximada del demiurgo platónico;
y la fascinación que ejerce sobre los seres humanos no tiene que ver únicamente
con la información o con el entretenimiento: la oferta televisiva principal es
el mundo, el teleadicto es un cosmopolita"(39).Lo que identifica la escena
pública con lo que "pasa en" la televisión no son únicamente las
inseguridades y violencias de la calle, hoy son los medios masivos, y en modo
decisivo la televisión, el equivalente del antíguo Ágora: el escenario por
antonomasia de la cosa pública. Cada día en forma más explícita la política,
tanto la que se hace en el Congreso, como en los ministerios, en los mítines y
las protestas callejeras, y hasta en los atentados terroristas, se hace para
las cámaras, que son la nueva expresión de la existencia social. Y también el
mercado ha invadido el ámbito privado convirtiendo al consumo productivo en una
fuerza económica de primera magnitud: ser telespectador "equivale a
convertirse en elemento de una población analizable estadísticamente en función
de sus gustos y preferencias que se revelan en el consumo productivo previo a
la compra de la mercancía física"(40). Al consumir su tiempo de ocio la
telefamilia genera un nuevo mercado y una nueva mercancía: el valor del tiempo
medido por el nivel de audiencia de los productos televisivos. Y aun más
decisivo es lo que sucede en el plano cultural: mientras ostensiblemente se
reduce la asistencia a los eventos culturales en lugares públicos, tanto de la
alta cultura (teatros, museos, ballet, conciertos de música culta), como de la
cultura local popular (actividades de barrio, festivales, ferias artesanales)
la cultura a domicilio(41) crece y se multiplica desde la televisión herziana
(que ve más del 90 % en promedio en toda América Latina) a la de cable y las
antenas parabólicas -que ha hecho crecer en forma inabarcable el número de
canales y la cantidad de horas de emisión42- y la videograbadora que en varios
países latinoamericanos ya supera el cincuenta por ciento de hogares, al tiempo
que se "populariza" el uso del computador personal, el multimedia y
la internet.
Del pueblo que se toma la calle al público
que va al teatro o al cine la transición es transitiva y conserva el carácter
colectivo de la experiencia. De los públicos de cine a las audiencias de
televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad
social sometida a la lógica de la desagregación hace de la diferencia una mera
estrategia de rating. Y no representada en la política, la fragmentación de la
ciudadanía es tomada a cargo por el mercado: es de ese cambio que la televisión
es la principal mediación! El flujo televisivo es el dispositivo complementario
de la fragmentación: no sólo de la discontinuidad espacial de la escena
doméstica sino de la pulverización del tiempo que produce la aceleración del
presente, la contracción de lo actual, la "progresiva negación del
intervalo", transformando el tiempo extensivo de la historia en el
intensivo de la instantánea. Lo que afecta no sólo al discurso de la
información (cada día temporal y expresivamente más cercano al de la
publicidad), sino al continum del palinsesto televisivo(43) -la diversidad de
programas cuenta menos que la presencia permanente de la pantalla encendida- y
a la forma de la representación: lo que retiene al telespectador es más el
ininterrumpido flujo de las imágenes que el contenido de su discurso. Hay una
conexión de flujos entre el régimen económico de temporalidad que torna
aceleradamente obsoletos los objetos y el que vuelve indiferenciables,
equivalentes y desechables los relatos y los discursos de la televisión. Y no
tendrá algo que ver ese nuevo régimen temporal de los objetos y los relatos más
accesibles a las mayorías con el crecimiento del desasosiego y la anomia que en
la ciudad del flujo las gentes experimentan? El flujo televisivo estaba
exigiendo el zapping44, ese control remoto mediante el cual cada uno puede
nómadamente armarse su propia programación con fragmentos o "restos"
de noticieros, telenovelas, concursos o conciertos. Más allá de la aparente
democratización que introduce la tecnología, la metáfora del zappar ilumina
doblemente la escena social. Pues es con pedazos, restos y desechos, que buena
parte de la población arma los cambuches en que habita, teje el rebusque con
que sobrevive y mezcla los saberes con que enfrenta la opacidad urbana. Y hay
también una cierta y eficaz travesía que liga los modos nómadas de habitar la
ciudad -del emigrante al que toca seguir indefinidamente emigrando dentro de la
ciudad a medida que se van urbanizando las invasiones y valorizándose los
terrenos, hasta la banda juvenil. que periódicamente desplaza sus lugares de
encuentro- con los modos de ver desde los que el televidente explora y
atraviesa el palinsesto de los géneros y los discursos, y con la
transversalidad tecnológica que hoy permite enlazar en el terminal informático
el trabajo y el ocio, la información y la compra, la investigación y el juego.
En la hegemonía de los flujos y la
transversalidad de las redes, en la heterogeneidad de sus tribus y la
proliferación de sus anonimatos, la ciudad virtual despliega a la vez el primer
territorio sin fronteras y el lugar donde se avizora la sombra amenazante de la
contradictoria "utopía de la comunicación".
No hay comentarios:
Publicar un comentario