martes, 20 de noviembre de 2012

Cultura Urbana - Jesús Martin Barbero


La ciudad virtual
Por Jesús Martín Barbero

(Publicado en Revista de Comunicación. www.revistadecomunicacion.net)

La ciudad ya no construye una identidad única. Se ha convertido en un escenario de sentidos fragmentados, diversos, heteróclitos. Conviene recuperar una perspectiva global del fenómeno porque está en la base de nuevas sensibilidades y nuevos flujos de comunicación.

"Lo propio de la ciudad es su avance voraz, su no reconocer fronteras, su olvido sistemático de las tradiciones. Lo urbano es ahora el don de armonizar lo opuesto, lo irreconciliable ,lo duro, lo frágil, lo marcado por las generaciones, lo que en si mismo empieza y se consume"

Carlos Monsivais



La ciudad nos reta, tanto al habitarla como al intentar pensarla. ¿Podemos aun pensar la ciudad como un todo o estamos irremediablemente limitados a no percibir sino fragmentos, y a saltar entre ellos sin otra pretensión que reunirlos en un juego de figuras sin referente en la realidad?. A donde esa pregunta apunta es a la posibilidad de percibir la ciudad como un asunto público o como mera sumatoria de intereses privados. La adscripción del estudio de la ciudad a las teorías del caos, que celebran la opacidad irreductible del hecho urbano, convergen hoy sintomáticamente con la tendencia neoliberal a culpar del caos urbano a la maraña de reglamentaciones del Estado, que estarían impidiendo a la ciudad darse su forma, esa que sólo podrá encontrar cuando el mercado libere sus propias dinámicas, su mecanismos naturales. Enfrentar esa convergencia nos está exigiendo asumir la experiencia de des-orden y opacidad que hoy produce la ciudad, su resistencia a la mirada monoteísta, pretendidamente omnicomprensiva, y la adopción de un pensamiento nómada y plural, capaz de burlar los compartimentos de las disciplinas e integrar dimensiones y perspectivas hasta ahora obstinadamente separadas. Resulta entonces indispensable deslindar la posibilidad de una mirada de conjunto a la ciudad, de su nostálgica complicidad con la idea de unidad o identidad perdida, conducentes a un pesimismo culturalista que nos está impidiendo comprender de qué están hechas las fracturas que la estallan. Pues de lo que habla ese estallido es tanto de las renovadas formas de marginación y exclusión social como de los nuevos modos de estar juntos desde los que los ciudadanos experimentan la heterogénea trama sociocultural de la ciudad, la enorme diversidad de estilos de vivir, de modos de habitar, de estructuras del sentir y del narrar. Una trama cultural que desafía nuestras nociones de cultura y de ciudad, los marcos de referencia y comprensión forjados sobre la base de identidades nítidas, de arraigos fuertes y deslindes claros. Pues nuestras ciudades son hoy el ambiguo, enigmático escenario de algo no representable ni desde la diferencia excluyente y excluida de lo autóctono ni desde la inclusión uniformante y disolvente de lo moderno.

Heterogeneidad simbólica e inabarcabilidad de la ciudad, cuya expresión más cierta está en los cambios que atraviesan los modos de experimentar la pertenencia al territorio y las formas de vivir la identidad. Cambios que se hallan, si no determinados, al menos fuertemente asociados a las transformaciones tecnoperceptivas de la comunicación, al movimiento de desterritorialización e internacionalización de los mundos simbólicos y al desplazamiento de fronteras entre tradiciones y modernidad, entre lo local y lo global, entre cultura letrada y cultura audiovisual. En la investigación sobre esos nuevos modos de estar juntos aparecen en primer plano las transformaciones de la sensibilidad que producen los acelerados procesos de modernización urbana y los escenarios de comunicación que, en sus fragmentaciones y flujos, conexiones y redes, presenta la ciudad virtual.

Modernización urbana y transformaciones de la sensibilidad

El historiador José Luis Romero fue el primero en pensar la modernización de las ciudades latinoamericanas en su especificidad antropológica, los cambios en los modos de estar y sentirse juntos, la desarticulación de las formas tradicionales de cohesión y la modificación estructural de las formas de socialidad: "Hubo una especie de explosión de gente, en la que no se podía medir cuanto era mayor el número y cuanta era mayor la decisión para conseguir que se contara con ellos y se los oyera. Eran las ciudades que empezaban a masificarse. En rigor esa masa no tenía un sistema coherente de actitudes ni un conjunto armonioso de normas. Cada grupo tenía las suyas. La sociedad no poseía ya un estilo de vida sino muchos modos de vida sin estilo"(1). La masa, marginal durante mucho tiempo, invadía el centro de la ciudad y lo resignificaba imponiendo la ruptura ostensible de las formas de "urbanidad", pues su sola presencia implicaba un desafío radical al orden de las exclusiones y los privilegios ya que su deseo más secreto era acceder a los bienes que representaba la ciudad. Y al mismo tiempo la ciudad se transformaba con la aparición del "folklore aluvial", la moderna cultura urbana, la del tango y el fútbol, hecha de mestizajes e impurezas, de patetismo popular y arribismo burgués. Salida del suburbio la cultura popular de masa le da forma al estallido de la ciudad. Romero avirozó certeramente lo que la urbanización de las sociedades latinoamericanas contenía de masificación estructural y de fragmentación socio-cultural.
En Colombia los procesos de urbanización revisten de entrada dos peculiaridades notorias: antes que a la modernización industrial, política o cultural, aparecen ligados la Violencia (2) de fines de los años 40 a mediados de los 60 que llevó a millones de campesinos a abandonar sus tierras invadiendo las ciudades, obligándolas a reorganizarse de modo compulsivo, esto es sin el largo de tiempo y el mínimo de planificación que esa reorganización requería; la segunda peculiaridad reside en que el éxodo rural no se volcó sobre unas pocas grandes ciudades -Bogotá, Cali, Medellín-,como ha sucedido con las migraciones en la mayoría de América Latina, sino que afectó también a una multiplicidad de ciudades intermedias, como Bucaramanga, Pereira o Neiva, e incluso a ciudades que no pasaban de los 20.000 habitantes (3). Sólo desde mediados de los años sesenta la urbanización responde a una modernización industrial y al inicio de una transformación general de las condiciones de vida y de las costumbres tradicionales. Transformación que tendrá para Colombia también un significado especial: instalado en un persistente aislamiento, en un "ensimismamiento interiorizado"(5) el país inicia por esos años un proceso de internacionalización que le permite ampliar tanto la visión del mundo como de sí mismo, cuestionar lo que durante muchos años creyó inmodificable y rehacer la percepción de su propia identidad. Todo lo anterior está exigiendo diferenciar la aparición del modernismo arquitectónico, que los historiadores sitúan a mediados de los años 305, de los procesos de modernización de la vida urbana. Diferenciación que evidencia una lacerante asimetría, denunciada así por unos arquitectos italianos visitantes de Bogotá : "Cómo pueden ustedes construir una ciudad tan pobre en términos de calidad de vida, con tan precario entorno urbano, alrededor de una arquitectura de tan buena calidad estética?"(6). Nos referimos entonces a los procesos que están transformando la configuración de la ciudad: la explosión espacial que borra sus fronteras con los municipios aledaños, formando conurbaciones gigantescas al rededor de las grandes ciudades, la diversificación de propuestas de habitat -condominios multifamilares cerrados, enormes edificios de apartamentos, micro-ciudades insertadas y a la vez segregadas por la privatización de las calles que le dan acceso- deshaciendo y rehaciendo las formas de socialidad, transformando el sentido del barrio o la función de los espacios públicos; la estandarización de los usos de la calle, de los lugares de espectáculos, del comercio, del deporte; la destrucción o resignificación del centro y de territorios y lugares claves para la memoria ciudadana. Si de un lado, urbanización significa acceso a los servicios (agua potable, energía, salud, educación), descomposición de las relaciones patriarcales, y cierta visibilidad y legitimación de las culturas populares, de otro significa tambien desarraigo y crecimeinto de la marginación, la radical separación entre trabajo y vida, y la pérdida constante de memoria urbana.

Como en el resto de América Latina, el proceso modernizador de la urbanización en Colombia(7) responde a tres tipos de dinámicas bien diversas pero complementarias. Una, el deseo y la presión de las mayorías por conseguir mejores condiciones de vida, esto es las nuevas aspiraciones y demandas que emergen desde mediados de los años setenta con los nuevos movimientos sociales, como los paros cívicos, a partir de los cuales se construyen alternativas de convocación y aglutinación de los sectores populares, o de los movimientos feministas que dan forma a la autonomía conquistada por las mujeres, y de las organizaciones no gubernamentales que configuran nuevos modos de acción política y de participación ciudadana. Dos, la cultura del consumo que nos llega de los países centrales, revolucionando los modelos de comportamiento y los estilos de vida, desde las costumbres alimenticias a las modas vestimentarias, los modos de divertirse, las maneras de ascenso y lo signos sociales de status. El impulso de esa cultura se halla en la modernidad-mundo que produce el acelerado y ambiguo proceso de globalización de la economía y la cultura. Y tres, las nuevas tecnologías comunicacionales que presionan hacia una sociedad más abierta e interconectada, que agilizan los flujos de información y las transacciones internacionales, que revolucionan las condiciones de producción y de acceso al saber, pero al mismo tiempo borran memorias, trastornan el sentido del tiempo, la percepción el espacio amenazando las identidades, pues en ellas cobran figura los imaginarios en que se plasman los nuevos sentidos que en su heterogeneidad hoy cobra tanto lo local como los modos de pertenencia y reconocimiento que hacen la identidad nacional. Dos ámbitos aparecen especialmente reveladores de los cambios producidos por el proceso urbanizador: el mundo popular y el de los jóvenes. El mundo popular se inserta en la dinámica urbana a través de las transformaciones de la vida laboral, de la identificación de las ofertas culturales con los medios masivos y del progreso con los servicios públicos, de la resistencia al cambio desde su incierta relación con el Estado y su distancia del desarrollo tecnológico, la persistencia de elementos que vienen de la cultura oral y del mantenimiento de las formas populares de trasmisión del saber, la refuncionalización del machismo como clave de supervivencia y los usos "prácticos" de la religión.
Retomando a E.P.Thompson(8) podemos hablar de la memoria de una "economía moral" que desde el mundo popular atraviesa la modernización y se hace visible en un sentido de la fiesta que, de la celebración familiar del bautismo o la muerte al festival del barrio, integra sabores culturales y saberes de clase, transacciones con la industria cultural y afirmaciones étnicas. O esa otra vivencia del trabajo, que subyace a la llamada "economía informal" en la que se revuelve el rebusque como estrategia de supervivencia marginal, incentivada o consentida desde la propia política económica neoliberal, con lo que en los sectores populares aun queda de rechazo a una organización del trabajo incompatible con cierta percepción del tiempo, cierto sentido de la libertad y del valor de lo familiar, economía otra que habla de que no todo destiempo por relación a la modernidad es pura anacronía, puede ser también residuo(9) no integrado de una aun empecinada utopía. O el chisme y el chiste, en muchos casos modo de comunicación que vehiculiza contrainformación, a un mismo tiempo vulnerable a las manipulaciones massmediáticas y manifestación de las potencialidades de la cultura oral(10). También el centro de nuestras ciudades es con frecuencia un lugar popular de choques y negociaciones culturales "entre el tiempo homogéneo y monótono de la modernidad y el de otros calendarios, los estacionales, los de las cosechas, los religiosos"(11). En el centro se pueden descubrir los tiempos de las cosechas de las frutas, mientras los velones, los ramos o las estampas anuncian la semana santa, el mes de los difuntos o las fiestas de los santos patronos. Mirando desde el otro lado, desde la configuración de los gustos y los imaginarios populares, la telenovela colombiana(10ª) a lo largo de los últimos casi veinte años ha dibujado un mapa bien diferente de aquel al que nos tiene acostumbrados la retórica desarrollista: un mapa expresivo de las discontinuidades y los destiempos, como también de las secretas vecindades e intercambios entre modernidad y tradiciones, entre el país urbano y país rural. Es un mapa con poblaciones a medio camino entre el pueblo campesino y el barrio citadino, con pueblos donde las relaciones sociales ya no tienen la estabilidad ni la transparencia -la elementalidad- de lo rural, y con barrios que son el ámbito donde sobreviven entremezcladas relaciones verticales y autoritarismos feudales con la horizontalidad tejida en el rebusque y la informalidad urbanos. Los pueblos muestran su agotamiento demográfico, y la centralidad que aun ocupa la religión, pero al mismo tiempo aparecen las transformaciones que introduce la energía eléctrica, el teléfono, el cine, el tractor, la motocicleta, la radio, el agua corriente, la televisión, el biorritmo: cambios que no afectan sólo al ámbito del trabajo o la vivienda sino a la subjetividad, la afectividad, la sensualidad. Por su parte el suburbio -nuestros desmesurados barrios de invasión, como Agua Blanca en Cali, las comunas nororientales en Medellín o Ciudad Bolívar en Bogotá- aparecen como lugar estratégico del reciclaje cultural: entre la complicidad que permite sacar partida de los vicios de los ricos, y la resistencia que guarda residuos de solidaridades y generosidades a toda prueba, vemos formarse una trama de intercambios y exclusiones que, aun en el esquematismo de esos relatos, habla del mestizaje entre la violencia que se sufre y aquella otra con la que se resiste, y de las transacciones morales sin las cuales resulta imposible sobrevivir en la ciudad.
En la trama que tejen esos intercambios se hace visible la imposibilidad de seguir pensando por separado los procesos de la modernización industrial y tecnológica de las dinámicas culturales de la modernidad. Cuestionando certeramente ese dualismo F.Giraldo y H.F.Lopez plantean: "El marginado que habita en los grandes centros urbanos de Colombia, y que en algunas ciudades ha asumido la figura del sicario, no es sólo la expresión del atraso, la pobreza o el desempleo, la ausencia de la acción del Estado en su lugar de residencia y de una cultura que hunde sus raíces en la religión católica y en la violencia política. También es el reflejo, acaso de manera más protuberante, del hedonismo y el consumo, la cultura de la imagen, la drogadicción, en una palabra de la colonización del mundo de la vida por la modernidad"(12). La comprensión de nuestra modernidad periférica está exigiendo pensar juntos la innovación y la resistencia, las continuidades y las rupturas, el desfase en el ritmo de las diferentes dimensiones del cambio y las contradicciones no sólo entre diferentes ámbitos -tecnológico, político, social- sino entre diversos planos de un mismo ámbito. Hablar en estos países de pseudomodernidad, u oponer modernidad a modernización, resulta a ratos sugerente y pedagógicamente cómodo, pero acaba legitimando la visión de estos pueblos como meros reproductores y deformadores de la verdadera modernidad que los países del centro construyeron. Impidiéndonos así comprender la especificidad de los procesos, la peculiaridad de los ritmos y la densidad de mestizajes y destiempos en que se produce nuestra modernidad. No resulta extraño que, ante los tabiques que erigen las demarcaciones trazadas por las disciplinas, sus prestigios académicos y sus inercias políticas, sean intelectuales o artistas no adscribibles a esas demarcaciones, los que mejor perciban y expresen las hibridaciones del mundo popular urbano: "En nuestra barriadas populares tenemos camadas enteras de jóvenes, incluso adultos, cuyas cabezas dan cabida a la magia y la hechicería, a las culpas cristianas y a su intolerancia piadosa, lo mismo que al mesianismo y al dogma estrecho e hirsuto, a utópicos sueños de igualdad y libertad, indiscutibles y legítimos, así como a sensaciones de vacío, ausencia de ideologías totalizadoras, fragmentación de la vida y tiranía la imagen fugaz y al sonido musical cómo único lenguaje de fondo"(13)

En lo que concierne al mundo de los jóvenes, a donde apuntan los cambios es a la emergencia de sensibilidades "desligadas de las figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen 'la cultura' y cuyos sujetos se constituyen a partir de la conexión/desconexión con los aparatos"(14). Lo que se evidencia en una "plasticidad neuronal" que les dota de una gran facilidad para los idiomas de la tecnología. Esa empatía de los jóvenes con la cultura tecnológica va de la información absorbida por el adolescente en su relación con la televisión -que erosiona seriamente la autoridad de la escuela como única instancia legítima de transmisión de saberes- a la facilidad para entrar y manejarse en la complejidad de las redes informáticas. Frente a la distancia y prevención con que gran parte de los adultos resienten y resisten esa nueva cultura -que desvaloriza y vuelve obsoletos muchos de sus saberes y destrezas, y a la que de su parte responsabilizan de la decadencia de los valores intelectuales y morales que padece hoy la sociedad- los jóvenes experimentan una empatía hecha no sólo de facilidad para relacionarse con las tecnologías audiovisuales e informáticas, sino de complicidad expresiva: es en sus relatos e imágenes, en sus sonoridades, fragmentaciones y velocidades que ellos encuentran su idioma y su ritmo. Pues frente a las culturas letradas, ligadas a la lengua y al territorio, las electrónicas, audiovisuales, musicales, rebasan esa adscripción produciendo comunidades hermenéuticas que responden a nuevos modos de percibir y narrar la identidad. Identidades de temporalidades menos largas, más precarias pero también más flexibles, capaces de amalgamar y convivir ingredientes de universos culturales muy diversos. Cuya mejor expresión quizás sea el rock en español: idioma en que se dice la más profunda brecha generacional y algunas de las transformaciones más de fondo que esta sufriendo la cultura política. Ligado inicialmente a un sentimiento pacifista -grupos Génesis y Banda Nuva- ese rock se asocia en los últimos años a la experiencia urbana de las pandillas juveniles en los barrios de clase media-baja en Medellín y clase media-alta en Bogotá, convierténdose en vehículo de una conciencia dura de la descomposición del país, de la presencia cotidiana de la muerte en las calles, de la sin salida laboral, la desazón moral y la exasperación de la agresividad y lo macabro. Desde la estridencia sonora del Heavy Metal a los nombres de los grupos -Féretro, La pestilencia, Kraken- pasando por las estrategias que le impone el mercado del disco, de la radio o de la escenografía tecnológica de los conciertos, ese rock hace audibles sonoridades que vienen de las culturas regionales y sensibilidades que recogen los ruidos y los sones de nuestras ciudades, la soledad hostil y el desarraigo.

Modelo informacional y experiencia social

Más allá de lo que revelan esos dos ámbitos, la modernización urbana se identifica cada día más estrechamente -tanto en la hegemónica racionalidad que inspira la planificación de los urbanistas como en la contradictoria experiencia de los ciudadanos o en la resistencia que oponen los movimientos sociales-, con el paradigma de comunicación desde el que esta siendo regulado el caos urbano. Se trata de un paradigma informacional(15), centrado sobre el concepto de flujo, entendido como tráfico ininterrumpido, interconexión transparente y circulación constante de vehículos, personas e informaciones. La verdadera preocupación de los urbanistas no será por tanto que los ciudadanos se encuentren sino que circulen, porque ya no se les quiere reunidos sino conectados. De ahí que no se construyan plazas ni se permitan recovecos, y lo que ahí se pierda poco importa, pues en la "sociedad de la información" lo que interesa es la ganancia en la velocidad de circulación. En qué maneras experimenta el ciudadano la ambigua modernización que, bajo el paradigma del flujo, viven nuestras ciudades, sus formas de habitarla, de padecerla y resistirla?. Esquemáticamente describiremos tres: la des-espacialización, el des-centramiento, y la des-urbanización. Des-espacialización significa en primer lugar que el espacio urbano no cuenta sino en cuanto valor asociado al precio del suelo y a su inscripción en los movimientos del flujo vehicular: "es la transformación de los lugares en espacios de flujos y canales, lo que equivale a una producción y un consumo sin localización alguna"(16). La materialidad histórica de la ciudad en su conjunto sufre así una fuerte devaluación, su "cuerpo-espacio" pierde peso en función del nuevo valor que adquiere su tiempo, "el régimen general de la velocidad"17. No es difícil ver aquí la conexión que enlaza esa descorporización de la ciudad con el cada día más denso flujo de las imágenes devaluando y hasta sustituyendo el intercambio de experiencias entre las gentes. Asumiéndolo como una mutación cultural de largo alcance G. Vattimo lo asocia al "debilitamiento de lo real"(18) que experimenta el desarraigado hombre urbano en la fabulación que produce la constante mediación y entrecruce de informaciones y de imágenes. Pero el desarraigo urbano remite, por debajo de ese bosque de imágenes, a otra cara de la des-espacialización: a la borradura de la memoria que produce una urbanización racionalizadamente salvaje. El flujo tecnológico, convertido en coartada de otros más interesados flujos, devalúa la memoria cultural hasta justificar su arrasamiento. Y sin referentes a los que asir su reconocimiento los ciudadanos sienten una inseguridad mucho más honda que la que viene de la agresión directa de los delincuentes, una inseguridad que es angustia cultural y pauperización psíquica, la fuente más secreta y cierta de la agresividad de todos.

Con des-centramiento de la ciudad señalamos no la tan manoseada descentralización sino la "perdida de centro". Pues no se trata sólo de la degradación sufrida por los centros históricos y su recuperación "para turistas" (o bohemios, intelectuales, etc.) sino de la propuesta de una ciudad configurada a partir de circuitos conectados en redes cuya topología supone la equivalencia de todos los lugares. Y con ello, la supresión o desvalorización de aquellos lugares que hacían función de centro, como las plazas. El descentramiento que estamos describiendo apunta justamente a un ordenamiento que privilegia las avenidas rectas y diagonales, en su capacidad de operativizar enlaces, conexiones de flujos versus la intensidad del encuentro y la peligrosidad de la aglomeración que posibilitaba la plaza. La única centralidad que admite la ciudad hoy es subterránea en el sentido que le da M. Maffesoli(19) y que remite sin duda a la multiplicación de los dispositivos de enlace del poder tematizada por Foucalt20. Nos quedan, ahora en plural y en sentido "desfigurado", los centros comerciales reordenando el sentido del encuentro entre las gentes, esto es funcionalizándolo al espectáculo arquitectónico y escenográfico del comercio y concentrando las actividades que la ciudad moderna separó: el trabajo y el ocio, el mercado y la diversión, las modas elitistas y las magias populares. Des-urbanización indica la reducción progresiva de la ciudad que es realmente usada por los ciudadanos. El tamaño y la fragmentación conducen al desuso por parte de la mayoría no sólo del centro sino de espacios públicos cargados de significación durante mucho tiempo. La ciudad vivida y gozada por los ciudadanos se estrecha, pierde sus usos21.Las gentes también trazan sus circuitos, que atraviesan la ciudad sólo obligados por las rutas de tráfico, y la bordean cuando pueden en un uso puramente funcional . Habría también otro sentido para el proceso de desurbanización: el de la ruralización de nuestras ciudades. A medio hacer como la urbanización física, la cultura de la mayoría que las habita se halla a medio camino entre la cultura rural en que nacieron ellos, sus padres o al menos sus abuelos- ya rota por las exigencias que impone la ciudad, y los modos de vida plenamente urbanos. El aumento brutal de la presión migratoria en los últimos años y la incapacidad de los gobiernos municipales para frenar siquiera el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría, está haciendo emerger la "cultura del rebusque" que devuelve vigencia a "viejas" formas de supervivencia rural, que vienen a insertar, en los aprendizajes y apropiaciones de la modernidad urbana, saberes y relatos, sentires y temporalidades fuertemente rurales(22).

Podemos seguir hablando entonces de Medellín, de Bogotá o de Cali como de una ciudad?. Más allá de la folclorizada retórica de los políticos, y la nostalgia de los periodistas "locales", que nos recuerdan cotidianamente las costumbres y los lugares "propios": qué comparten verdaderamente las gentes de los semirurales barrios de Aguablanca, con los de Santa Teresita o San Fernando, con los de las nuevas clases medias de Tequendama y con los viejos y nuevos ricos de Ciudad Jardín en Cali? Serán el club de fútbol América y la música salsa?. En la ciudad estallada y descentrada que convoca hoy las gentes a juntarse, qué imaginarios hacen de aglutinante y en qué se apoyan los reconocimientos?(23). Es obvio que los diversos sectores sociales no sienten la ciudad desde las misma referencias materiales y simbólicas. Pero nos referimos a otro plano: a la heterogeneidad de referentes identificatorios que propone, a la precariedad de los modos de arraigo o de pertenencia, a la expansión estructural del anonimato y a las nuevas formas de comunicación que la propia ciudad ahora produce.

Medios, flujos y redes: los nuevos escenarios de comunicación

A lo que nos avoca la hegemonía del paradigma informacional sobre la dinámica de lo urbano es al descubrimiento de que la ciudad ya no es sólo un "espacio ocupado" o construido sino también un espacio comunicacional que conecta entre sí sus diversos territorios y los conecta con el mundo. Hay una estrecha simetría entre la expansión/estallido de la ciudad y el crecimiento/densificación de los medios y las redes electrónicas. Si las nuevas condiciones de vida en la ciudad exigen la reinvención de lazos sociales y culturales, "son las redes audiovisuales las que efectúan, desde su propia lógica, una nueva diagramación de los espacios e intercambios urbanos"(24). En la ciudad diseminada e inabarcable sólo el medio posibilita una experiencia-simulacro de la ciudad global: es en la televisión donde la cámara del helicóptero nos permite acceder a una imagen de la densidad del tráfico en las avenidas o de la vastedad y desolación de los barrios de invasión, es en la TV o en la radio donde cotidianamente conectamos con lo que en la ciudad "que vivimos" sucede y nos implica por mas lejos que de ello estemos: de la masacre del Palacio de Justicia al contagio de Sida en el banco de sangre de una clínica, del accidente de tráfico que tapona la vía por la que debo llegar a mi trabajo a los avatares de la política que hacen caer los valores en la bolsa. En la ciudad de los flujos comunicativos cuentan más los procesos que las cosas, la ubicuidad e instantaneidad de la información o de la decisión via telefono celular o fax desde el computador personal, la facilidad y rapidez de los pagos o la adquisición de dinero por tarjetas. La imbricación entre televisión e informática produce una alianza entre velocidades audiovisuales e informacionales,entre innovaciones tecnológicas y hábitos de consumo : "Un aire de familia vincula la variedad de las pantallas que reúnen nuestras experiencias laborales, hogareñas y lúdicas"(25) atravesando y reconfigurando las experiencias de la calle y hasta las relaciones con nuestro cuerpo, un cuerpo sostenido cada vez menos en su anatomía y más en sus extensiones o prótesis tecnomediáticas: la ciudad informatizada no necesita cuerpos reunidos sino interconectados.

Ahora bien lo que constituye la fuerza y la eficacia de la ciudad virtual, que entretejen los flujos informáticos y las imágenes televisivas, no es el poder de las tecnologías en si mismas sino su capacidad de acelerar -de amplificar y profundizar- tendencias estructurales de nuestra sociedad. Como afirma F. Colombo "hay un evidente desnivel de vitalidad entre el territorio real y el propuesto por los massmedia. La posibilidad de desequilibrios no derivan del exceso de vitalidad de los media, antes bien provienen de la débil, confusa y estancada relación entre los ciudadanos del territorio real"(26). Es el desequilibrio urbano generado por un tipo de urbanización irracional el que de alguna forma es compensado por la eficacia comunicacional de las redes electrónicas. Pues en unas ciudades cada día más extensas y desarticuladas, y en las que las instituciones políticas "progresivamente separadas del tejido social de referencia, se reducen a ser sujetos del evento espectacular lo mismo que otros"(27), la radio y la televisión acaban siendo el dispositivo de comunicación capaz de ofrecer formas de contrarrestar el aislamiento de las poblaciones marginadas estableciendo vínculos culturales comunes a la mayoría de la población. Lo que en Colombia se ha visto reforzado en los últimos años por una especial complicidad entre medios y miedos. Tanto el atractivo como la incidencia de la televisión sobre la vida cotidiana tiene menos que ver con lo que en ella pasa que con lo que compele a las gentes a resguardarse en el espacio hogareño. Como escribí en otra parte, en buena medida "si la televisión atrae es porque la calle expulsa, es de lo miedos que viven los medios"28. Miedos que provienen secretamente de la pérdida del sentido de pertenencia en unas ciudades en las que la racionalidad formal y comercial ha ido acabando con el paisaje en que se apoyaba la memoria colectiva, en las que al normalizar las conductas, tanto como los edificios, se erosionan las identidades y esa erosión acaba robándonos el piso cultural, arrojándonos al vacío. Miedos en fin que provienen de un orden construido sobre la incertidumbre y la desconfianza que nos produce el otro, cualquier otro -étnico, social, sexual- que se nos acerca en la calle y es compulsivamente percibido como amenaza.

Al crecimiento de la inseguridad la ciudad virtual responde expandiendo el anonimato que posibilita el no-lugar(29): ese espacio en que los individuos son liberados de toda carga de identidad interpeladora y exigidos únicamente de interacción con informaciones o textos. Es lo que vive el comprador en el supermercado o el pasajero en el aeropuerto, donde el texto informativo o publicitario lo va guiando de una punta a la otra sin necesidad de intercambiar una palabra durante horas. Comparando las prácticas de comunicación en los supermercados con las de las plazas populares de mercado constatamos hace ya veinte años esa sustitución de la interacción comunicativa por la textualidad informativa: "Vender o comprar en la plaza de mercado es enredarse en una relación que exige hablar. Donde mientras el hombre vende, la mujer a su lado amamanta al hijo, y si el comprador le deja, le contará lo malo que fue el último parto. Es una comunicación que arranca de la expresividad del espacio -junto al calendario de la mujer desnuda, una imagen de la virgen del Carmen se codea con la del campeón de boxeo y una cruz de madera pintada en purpurina sostiene una mata de sábila- a través de la cual el vendedor nos habla de su vida, y llega hasta el regateo, que es posibilidad y exigencia de diálogo. En contraste, usted puede hacer todas sus compras en el supermercado sin hablar con nadie, sin ser interpelado por nadie, sin salir del narcisismo especular que lo lleva de unos objetos a otros, de unas "marcas" a otras. En el supermercado sólo hay la información que le transmite el empaque o la publicidad"(30). Y lo mismo sucede en las autopistas. Mientras las "viejas" carreteras atravesaban las poblaciones convirtiéndose en calles, contagiando al viajero del "aire del lugar", de sus colores y sus ritmos, la autopista, bordeando los centros urbanos, sólo se asoma a ellos a través de los textos de las vallas que "hablan" de los productos del lugar y de sus sitios de interés.

No puede entonces resultar extraño que las nuevas formas de habitar la ciudad del anonimato, especialmente por las generaciones que han nacido con esa ciudad, sea insertando en la homogenización inevitable (del vestido, de la comida, de la vivienda) una pulsión profunda de diferenciación que se expresa en las tribus31: esas grupalidades nuevas cuya ligazón no proviene ni de un territorio fijo ni de un consenso racional y duradero sino de la edad y del género, de los repertorios estéticos y los gustos sexuales, de los estilos de vida y las exclusiones sociales. Parceros, plásticos, traquetos, guabalosos o desechables son algunas denominaciones que señalan la emergencia de diferentes grupalidades en Cali(32); plásticos, boletas, gomelos, ñeros, nerds, alternativos son las denominaciones de las grupalidades más frecuentes en Bogotá(33). Basadas en implicaciones emocionales y en localizaciones nómadas esas tribus se entrelazan en redes ecológicas u orientalistas que amalgaman referentes locales a símbolos vestimentarios o lingüísticos desterritorializados, en un replanteamiento de las fronteras de lo nacional no desde fuera, bajo la figura de la invasión, sino de adentro: en la lenta erosión que saca a flote la arbitraria artificiosidad de unas demarcaciones que han ido perdiendo capacidad de hacernos sentir juntos. Es lo que nos descubren a lo largo de América Latina las investigaciones sobre las tribus de la noche en Buenos Aires, sobre los chavos-banda en Guadalajara, o sobre las bandas juveniles de las comunas nororientales de Medellín(34). Enfrentando la masificada diseminación de sus anonimatos, y fuertemente conectada a las redes de la cultura-mundo del audiovisual, la heterogeneidad de las tribus urbanas nos descubre la radicalidad de las transformaciones que atraviesa el nosotros, la profunda reconfiguración de la socialidad. Esa reconfiguración encuentra su más decisivo escenario en la formación de un nuevo sensorium: frente a la dispersión y la imagen múltiple que, segun W. Benjamin, conectaban "las modificaciones del aparato perceptivo del transeúnte en el tráfico de la gran urbe"(35) del tiempo de Baudelaire con la experiencia del espectador de cine, los dispostivos que ahora conectan la estructura comunicativa de la televisión con las claves que ordenan la nueva ciudad son otros: la fragmentación y el flujo. Mientras el cine catalizaba la "experiencia de la multitud", pues era en multitud que los ciudadanos ejercían su derecho a la ciudad, lo que ahora cataliza la televisión es por el contrario la "experiencia doméstica" y domesticada, pues es "desde la casa" que la gente ejerce ahora cotidianamente su participación en la ciudad.

Hablamos de fragmentación para referirnos no a la forma del relato televisivo sino a la des-agregación social, a la atomización que la privatización de la experiencia televisiva consagra. Constituida en el centro de las rutinas que ritman lo cotidiano(36), en dispositivo de aseguramiento de la identidad individual(37) y en terminal del videotexto, la video compra, el correo electrónico y la teleconferencia(38), la televisión convierte el espacio doméstico en territorio virtual: aquel al que, como afirma Virilio, "todo llega sin que haya que partir". Lo que resulta importante comprender entonces no es sólo el encerramiento, el repliegue sobre la privacidad hogareña, sino la reconfiguración de las relaciones de lo privado y lo público que ahí se produce, esto es la superposición entre ambos espacios y el emborramiento de sus fronteras. Lo público gira hoy en torno a lo privado no solamente en el plano económico sino en el político y el cultural. Y recíprocamente estar en casa ya no significa ausentarse del mundo: "la televisión es hoy día la representación más aproximada del demiurgo platónico; y la fascinación que ejerce sobre los seres humanos no tiene que ver únicamente con la información o con el entretenimiento: la oferta televisiva principal es el mundo, el teleadicto es un cosmopolita"(39).Lo que identifica la escena pública con lo que "pasa en" la televisión no son únicamente las inseguridades y violencias de la calle, hoy son los medios masivos, y en modo decisivo la televisión, el equivalente del antíguo Ágora: el escenario por antonomasia de la cosa pública. Cada día en forma más explícita la política, tanto la que se hace en el Congreso, como en los ministerios, en los mítines y las protestas callejeras, y hasta en los atentados terroristas, se hace para las cámaras, que son la nueva expresión de la existencia social. Y también el mercado ha invadido el ámbito privado convirtiendo al consumo productivo en una fuerza económica de primera magnitud: ser telespectador "equivale a convertirse en elemento de una población analizable estadísticamente en función de sus gustos y preferencias que se revelan en el consumo productivo previo a la compra de la mercancía física"(40). Al consumir su tiempo de ocio la telefamilia genera un nuevo mercado y una nueva mercancía: el valor del tiempo medido por el nivel de audiencia de los productos televisivos. Y aun más decisivo es lo que sucede en el plano cultural: mientras ostensiblemente se reduce la asistencia a los eventos culturales en lugares públicos, tanto de la alta cultura (teatros, museos, ballet, conciertos de música culta), como de la cultura local popular (actividades de barrio, festivales, ferias artesanales) la cultura a domicilio(41) crece y se multiplica desde la televisión herziana (que ve más del 90 % en promedio en toda América Latina) a la de cable y las antenas parabólicas -que ha hecho crecer en forma inabarcable el número de canales y la cantidad de horas de emisión42- y la videograbadora que en varios países latinoamericanos ya supera el cincuenta por ciento de hogares, al tiempo que se "populariza" el uso del computador personal, el multimedia y la internet.

Del pueblo que se toma la calle al público que va al teatro o al cine la transición es transitiva y conserva el carácter colectivo de la experiencia. De los públicos de cine a las audiencias de televisión el desplazamiento señala una profunda transformación: la pluralidad social sometida a la lógica de la desagregación hace de la diferencia una mera estrategia de rating. Y no representada en la política, la fragmentación de la ciudadanía es tomada a cargo por el mercado: es de ese cambio que la televisión es la principal mediación! El flujo televisivo es el dispositivo complementario de la fragmentación: no sólo de la discontinuidad espacial de la escena doméstica sino de la pulverización del tiempo que produce la aceleración del presente, la contracción de lo actual, la "progresiva negación del intervalo", transformando el tiempo extensivo de la historia en el intensivo de la instantánea. Lo que afecta no sólo al discurso de la información (cada día temporal y expresivamente más cercano al de la publicidad), sino al continum del palinsesto televisivo(43) -la diversidad de programas cuenta menos que la presencia permanente de la pantalla encendida- y a la forma de la representación: lo que retiene al telespectador es más el ininterrumpido flujo de las imágenes que el contenido de su discurso. Hay una conexión de flujos entre el régimen económico de temporalidad que torna aceleradamente obsoletos los objetos y el que vuelve indiferenciables, equivalentes y desechables los relatos y los discursos de la televisión. Y no tendrá algo que ver ese nuevo régimen temporal de los objetos y los relatos más accesibles a las mayorías con el crecimiento del desasosiego y la anomia que en la ciudad del flujo las gentes experimentan? El flujo televisivo estaba exigiendo el zapping44, ese control remoto mediante el cual cada uno puede nómadamente armarse su propia programación con fragmentos o "restos" de noticieros, telenovelas, concursos o conciertos. Más allá de la aparente democratización que introduce la tecnología, la metáfora del zappar ilumina doblemente la escena social. Pues es con pedazos, restos y desechos, que buena parte de la población arma los cambuches en que habita, teje el rebusque con que sobrevive y mezcla los saberes con que enfrenta la opacidad urbana. Y hay también una cierta y eficaz travesía que liga los modos nómadas de habitar la ciudad -del emigrante al que toca seguir indefinidamente emigrando dentro de la ciudad a medida que se van urbanizando las invasiones y valorizándose los terrenos, hasta la banda juvenil. que periódicamente desplaza sus lugares de encuentro- con los modos de ver desde los que el televidente explora y atraviesa el palinsesto de los géneros y los discursos, y con la transversalidad tecnológica que hoy permite enlazar en el terminal informático el trabajo y el ocio, la información y la compra, la investigación y el juego.

En la hegemonía de los flujos y la transversalidad de las redes, en la heterogeneidad de sus tribus y la proliferación de sus anonimatos, la ciudad virtual despliega a la vez el primer territorio sin fronteras y el lugar donde se avizora la sombra amenazante de la contradictoria "utopía de la comunicación".

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